EL ERMITAÑO DE LA SIERRA
Hace algún tiempo, no muy lejano del arte moderno, hubo de ser contada una hermosa leyenda en la tierra incomprendida de los hombres. Su lírica, fue recreada gracias a la doncella romántica de mayor poesía en la ciudad musical de los versos. Por supuesto tenía que ser ella, debido a su grandeza espiritual. Esta recreación artística no podía hacerla ninguna otra mujer humana. Tenía que ser Ariana en medio de su ternura y su dulzura. Era ella quien pretendía de esta invención idílica. En lo posible debía culminarla asimismo esta bondadosa poetisa. Ella siempre de cabellos negros y cuerpo virginal, nadie más que su misericordia, podía hacer realidad la sublime obra. Además no había mujer tan cercana a su pureza y a su alma solitaria en todo el mundo. Fue entonces, Ariana, tras su incesante prosa de fuego y su cuidadosa inmensidad de inspiraciones fantásticas; quien comenzó con la acrisolada narración, durante una noche frívola, sin estrellas, pero bajo una luna llena, sobre un cielo negro para octubre.
La poetisa, más delante del presente suyo, divagó mientras tanto bajo sus alterados instantes del recuerdo, ellos, rodeados de pálidos sentimientos y sepulcrales sombras. Así entonces, sin aviso alguno, se vio reclinada sobre el columpio de atrás de su casa. Y con un libro de fotografías en sus manos. La poetisa, luego sin saber como sucedió; se pensó algo aquietada en el acto de sus pensamientos alucinados. Se le hizo raro todo este alrededor por unos segundos fugaces. Pero en un rato presintió unos pasajes de su pasajero amor. Así que ella volvió otra vez a su memoria presente, Ariana, por fin volvió de un más allá en donde mantenía muy entretenida nadando en un arroyo oleado.
Ya de otro acto seguido, ella se dispuso a mirar lentamente, las páginas ilustrativas del libro que llevaba consigo misma en sus piernas blanquecinas. Ariana pasaba asimismo las hojas en medio de una elegancia ceremoniosa. Las ilustraciones iban mostrando algunos bosques arrasados y decaídos ante unas inundaciones del ayer. Esta enamorada de poemas, tan hermosa en juventud, iba y se dejaba asombrar de a poco por las revelaciones dolorosas que había recreadas en las imágenes de aquella naturaleza; ya algo desencantada, ya algo muerta. Eran una ruindad perdida entre las tantas muertes de la tierra. Aparecían varios jaguares heridos y desangrados adentro de un bosque oscuro. Además se clarificaba después una última hoja con una montaña de peces esmaltados y moribundos a las orillas de un rio cenagoso.
Por cierto, ante las tragedias presenciadas del libro, Ariana, miró por última vez los jaguares y de golpe se puso algo triste. Así que no apreció más el paraíso destruido que la perturbaba en su mente embotada. Se le hacía espantosa su recreación. Sólo dejó la obra de ilustraciones por ahí botada en el patio en que estaba distraída. Al rato pensó un poco y volvió al salón de estudios en su casa campestre. Cruzó el pasillo de la cocina integral. Estaba algo sucio este recinto. Había comida esparcida por todas partes. Hubo asimismo un charco de aceite desparramado sobre el suelo de mármol. Se veía casualmente igual al mar del mundo. Y dizque no había tiempo para hacer limpieza al lugar. Esas fueron sus cavilaciones profundas. Sólo siguió de largo hasta llegar al escritorio de madera donde intentaba escribir sus invenciones. Se ubico en la silla de metal. Acomodó sus largos cabellos con un prense y en un solo movimiento encendió la lámpara de cristal que había a su lado derecho. Luego quiso hacerse otra vez; una prosista soñadora y constante.
Ella quería escribir de una buena vez. Hacerlo sin temor alguno. Soltar toda su alma creadora en el lienzo de papel con las palabras. Así lo sentía para esa noche embrujada y surrealista. Pero no era lo más usual en su hora. Espero unos segundos antes de comenzar el relato. Eso hizo. Más bien se decidió por recorrer sus profundos pensamientos al compás del tiempo que la absorbía vertiginosamente.
Ya bajo una sorpresa asombrosa de quimeras esperanzas; descubrió el significado espiritual de su acortada existencia. Lo veía precisamente encausado hacia una literatura maravillosa y dirigido; hacia la fotografía artística en lo más absoluto de sus ilusiones recurrentes del gran universo. Esas invenciones sucedían porque ambas vocaciones le gustaban más que cualquier otra cosa para su linda creatividad. Aquí se enamoraba además en unos profusos versos de poetas antiguos. Después se veía sorprendida ante un retrato de paisajes más calurosos en su tierra olvidada. Y era cierto todo este paraje antiguo. Ahora la poetisa entre susurros de pájaros coloridos, iba sintiendo algunas impresiones extrañas, cuyo vaivén alternado, fue inundando sus latentes reminiscencias. Ellas se presenciaban para muchos años atrás. Aparentemente hace muchos siglos de haber renacido ella en un cuerpo de grandiosa mujer, un lindo cuerpo que es todavía suyo.
Ariana, para esta otra hora, bajaba entonces como una musa luminosa del instante inspirado, bajaba y bajaba hacia una verdadera imaginación. Fue recomenzando enseguida su otra juventud confundida del perturbado presente. Así que por lo pronto retornó junto al seguimiento de su muy bien anhelado sueño. Ella de hecho quería una prosa alternada así como esa de Sor Juana Inés de la Cruz, cuando procuraba hacer cuentos. También disfrutaba la poesía que había en Laura Victoria. Ella era su colombiana preferida. Además percibía una clara admiración hacia ambas mujeres. Más que nada por sus poemas cuidadosamente concretados para la inmortalidad de los hombres, igual estaba entregada muy bien confiada en cada una de ellas, hacia las mismas letras del amor.
Pero sobre su obra, Ariana, comprendía algo escaseados sus versos esperanzados. Ella lo sabía sucintamente en sus creaciones. Así lo pensaba difusamente. Quizá pretendía sacar más fuerza poética de su interioridad que aún no resurgía como ella lo esperaba realmente. Era claro este sentimiento. En su esencia presentía sus invenciones muy vivificadas en un suntuoso barroquismo. Trataba algunas mujeres enamoradas en sus ilusiones de magia. Era a la vez fascinante leerla. Nadie se lo discutía. Pero sí; había un pedazo no pintado en su arte, que era algo misterioso para los demás. Y Ariana lo presentía desde hacía varios días.
Así que para esta ocasión de escritura sublime solamente tomó su pluma negra y una hoja de papel celeste. Aquí ya no se perdió más en sus cavilaciones constantes sobre como debía ser narrado su siguiente relato. Tampoco se perdió ya tanto con las horas; haciendo más bocetos escaseados de figuras ancestrales. En este preciso momento sólo dejó correr simplemente su pensamiento y las palabras como un inagotable centelleo de ensueño.
Luego surgió la voz nostálgica de su alma hacia el silencioso escrito y a la vez se fue haciendo un verso inalterable como un indescifrable canto de poesía costumbrista. La obra por lo tanto se vio extasiada de melancolía y ya mientras tanto, Ariana, se encontró en un íntimo abrazo de su muy ansiada literatura y su extraña realidad atemorizante. Pues allí había develada, entre ambas temporalidades existenciales, una clarificada relación estallada de imágenes poco realistas.
Ahora la poetisa de ojos profundos; dejándose ir un poco más allá de su presente, ya bajo su arte abstracto, fue trazando una misteriosa región de montañas frondosas hacia su gran admiración. Era engendrada de a poco y con delicadeza. Todo se hacía para muchos años atrás en compañía de la eternidad. Luego fue embellecida la creación cuidadosamente en su naturaleza y su frescura aireada. Se sabía además lejos de aquí; donde los muchos hombres del ayer, eran sólo nómadas andrajosos, arropados en sus vestidos de pieles primitivas y varias lanzas entre sus manos; quienes iban sin rumbo preciso tras el raro suceder de los días. Ellos atravesaban los senderos pedregosos de estas tierras selváticas, aún insospechadas, aún fantásticas bajo el horizonte violeta que se hacía de soplos madrigales. Fraguada a la vez una lluvia luminosa cuya suave caída se veía resaltando en las flores blancas; salpicando las hojas perfumadas de eucaliptos; que había en todo aquel alrededor procreado.
Allá mismo se hizo resueltamente; una vivificada pintura, hecha entre nubes violáceas y diversos cielos crepusculares; para la muerte del tiempo. Se fraguó agraciadamente esta magia en los otros seres. Adquirió una cuidadosa forma este destino del pasado inventado. Luego fue y cayó de golpe la noche silenciosa en un solo y cadencioso espejismo. Así que una luz tenue de estrellas fugaces se hizo a lo lejos en la medida que el reflejo del mar brumoso; fue siendo observado por un ermitaño robusto. Era su piel oscura como la de un murciélago. Ya estaba muy viejo; tanto como su rostro cadavérico, pero aquí esbozando otra vez, la gran sabiduría de su pensamiento espiritual, pese a salir muy poco de su ajada casucha, siempre de bambú y recubierta con uno que otro helecho verdoso. Igualmente se paseaba este ser legendario; solamente por las afueras, cuando los astros del universo pasaban encendidos; junto a la medianoche y sobre la espesura de los árboles. Y era muy clara toda esta realidad imaginada. No había más dudas. No las había ya en su memoria. Allá era donde se lo pasaba este gran ermitaño, solitario en sus instantes desolados. Lo pasaba abstraído bajo el tejado curvo de su apacible dormitorio; algo cerca de las inmensas rocas negras que había en las afueras y atrás de la cascada más trasparente y más oculta, para los otros hombres; los otros habitantes, los de cierta aldea perdida, recóndita aldea que este ermitaño veía a lo lejos desde su ventana de troncos.
Por tantos motivos trataban de ser más sus acciones llevadas hacia una soledad suya. El ermitaño entretanto alejó su vista del cielo aluciando que hallaba comprendiendo desde un sólo asombro. Volvió enseguida al interior de su estancia porque ya presentía la hora de alistarse y salir a recorrer aquel bosque deslumbrante. Quería sentir cada espesura de serranías más cercanas a su cuerpo sensible. Así que él empezó a caminar hacía la única habitación recubierta de hojas rojas. Ese era su único lugar íntimo. El ermitaño pronto fue reconociendo tranquilamente los pasillos, entre su aliento pasmoso, hasta llegar al rincón de la derecha próxima. Luego se detuvo sin ninguna sorpresa mientras fue ubicando sus ojos blancos hacia la caña de pescar suya, que había recostada, contra la pared. Aquí la examinó con un cuidado de minucia. Fue reclinando su cuerpo telarañoso para tomarla entre sus manos frías. Ya entonces una vez la tuvo cerca de sí y consigo; salió por fin de su hermosa caverna. Eso se fue sonriente hacia toda la vida natural. Se fue hacia las muchas nubes de mariposas, hechas en agua cristalizada, mariposas cuales a la vez revoloteaban, muy cerca de los árboles y de las rocas negras.
El ermitaño, además, hacia estas evocaciones de su existencia efímera, fue cuando más se encontraba así; alegre y como algo musical, pues siempre que se iba para las orillas del río aurora, igual que esa vez, lo hizo bajo un propósito de ir a cazar doncellas acuáticas al fondo de las aguas envolventes. Lo intentaba porque ellas eran muy rebosantes de belleza en sus rostros y sus cuerpos exuberantes. Lindos y tiernos cuerpos dados sólo al placer de la creación y al sabor de este amor sagrado, pero pese a todo, este ermitaño, nunca antes había cazado alguna hermosura de cualquier encanto. Al menos que fuera grandiosa y sensible a su belleza. Escasamente las alcanzaba a ver bajo el fulgor dorado de los soles. Ellas resaltando en el agua de las ilusiones. Por otra parte, había mucha inocencia en su alma y un gran deseo por ellas. Por estas tristezas; había intentado seducirlas con los cantos de un arpa ancestral. Ya para otra ocasión, quiso amarlas, quiso atraerlas con la fragancia más seductora de los lotos, traídos del bosque. Pero nada, no conseguía los abrazos confiados a su compañía solitaria. Pese a sus esfuerzos, caía entregado al silencio de cada doncella de las aguas.
Claro ahora, pretendía forjar su inspiración. Para tal ocasión lo intuía. Sabía que iba a poder conquistar por lo menos, una doncella. Tan sólo una, aunque sólo fuera una de las tantas que había libres por todas las aguas y los mares del silencio. Luego pensar entre ambos; pensar en engendrar dulcemente al ritmo de una pasión desbordada, otro ser inmortal. Quizá algún otro ser, bañado de ternura, parecido a sus almas naturales, igual, este otro ser, siendo algo taciturno, algo enamorado hacia el bien del universo.
Así que el enamorado irresistible; cautivador, se encaminaba por el tenebroso sendero de la sierra más alta. Era la más nevada de su tierra inmaculada. De hecho todo su recorrido fue armonioso en la medida que iba pasando lentamente, algún grupo de tunjitos dorados. Ellos se sentían muy temerosos; al ver tal criatura, legendaria para su momento. Pero estos mismos muñequitos móviles, se tranquilizaron, cuando sintieron que era noble y dedicado a los bosques del ayer.
Enseguida pues se tomaron su confianza descarada. Se le subieron a los hombros unos varios. Le dijeron al oído además que muchos de sus compadres habían muerto en los lugares ocultos, hacia donde se dirigía presurosamente. Dizque al intentarlo ellos; una avalancha precipitada se los fue cargando vertiginosamente. Además supuestamente era cierto este rumor, el cuento de que ningún ser terrestre había podido alcanzar esa apartada cumbre. Y tampoco nadie había llegado hasta el arroyo. Simplemente las aves negras de los aires en compañía de algunos ñuramones silvestres; ellos los de alas similares a las ramas de una palmera; eran los que sí podían hacerlo, pero que de resto; ninguno más podía alcanzar esas tierras lejanas.
El ermitaño del amor no los oía mientras tanto entre sus risas. Hacía caso omiso a todo lo que decían sus voces. Eran así de malos con sus caras traviesas. Él pues tranquilamente proseguía hacia su destino bien procurado. Ya los esquivaba sin decirles nada. Luego iba andando más despacio. Lo hacía con más cuidado por entre las peñas de caliza y los pinos mojados de lluvia. Porque este paraje era muy peligroso en lo más embrujado. Había unos pedazos escabrosos por el camino incierto. Así que el amante del mundo se asustaba mucho cuando miraba de pronto hacia los abismos figurados al fondo del limbo. Aquí pues una vertiginosa caída al vacío; podía ser la muerte de su cuerpo en donde estaba enclaustrado angustiosamente, pero eso sí, no habría de perecer nunca su espíritu, lindamente inmortal.
Al cabo de algunas horas perdidas; fue pasando esta noche con su gentil canto de cigarra. Enseguida se vio cansado ante su larga travesía soñadora. Se veía ya algo cerca para su cumbre esperada junto con la nieve absoluta. Dio unos cuantos pasos más por entre un sendero misterioso. Pensó en seguir inesperadamente. Pero al final no quiso arribar. Más bien esperó. Sólo se relajó hasta el otro atardecer restallado. Así que se recostó por ahí bajo unos frailejones purpúreos; algo colmados de granizo cegador. Recogió sus piernas entre su soledad. Se cubrió con una rama del arbusto. Acarició la ruana de venado que siempre usaba para sus viajes; por último pasó por cerrar sus párpados, más adelante, esperó los ratos huracanados del viento, para que su otra noche lo despertara.
A su hora, se fue dejando arrastrar hacia lo espejado del espíritu ensoñado que había adentro de su complejidad. Sin saberse por qué, iba y develaba entonces, su obra de arte escultural. Ella siendo retratada en su figura de gracia. Aquí elucidaba al mismo tiempo su larga barba de colores grises, junto con sus hermosos cabellos de crespos perfumados. Los hacía una retratista y escritora desconocida. El ermitaño por su parte miraba de cerca su cara blanquecina. De golpe comprendía la tristeza que había en ella. Era una lacrimosa dedicada al mundo; entre su sola ceremonia decaída, porque descubría algo mal en esta incomprendida morada. Era sucia entre los valles de algún paraje suyo. Además se sabía el desorden en muchas laderas. Ya la praderas secas; así por lo cual evidenciaba una muerte en constancia para los orangutanes y cóndores andinos de su espacio.
Pasado algún tiempo del recuerdo; el ermitaño fue dando por su parte, una que otra caricia alternada a esa mujer. La seducía desde la profundidad alejada. Iba dedicada para su belleza hacia su escritora muy bien cariñosa. La abrazó con mucho cuidado; hasta donde su realidad podía hacerlo concreto. Ella sentía además una sola cadencia de aliento en su piel aromada. El ermitaño mientras tanto; fue quedando adormecido, entre algunos arrullos apagados. Más tarde cada uno fue esperando pacientemente por las primeras luces de algún mañana mejor; posiblemente un mañana de paz, entre todos los habitantes del cosmos, paz sin guerra, sin odio y sin sangre, por fin. El día de la otra presencia; para el ermitaño, quien se sentía aún entre dormido; fue apagándose para su propio día. Todo se desvaneció sobre muchos velos grises entre aquel pedazo de cielo mágicamente realizado. Hacía la lentitud hubo de ocultarse un sol rojizo, entre las montañas sombreadas. Luego se precipitó el otro anochecer, hacia algún instante perdido en que se iba despertando este viajero retraído. Ya se sabía asimismo, rodeado de grandes ojeras; para sus párpados, lejanamente enlutados. Igual, no importó, se levantó en el acto seguido, cuando todo se oscureció en su cuidadosa negrura. Lo hizo para un solo amor de soberana tranquilidad, junto a las noches. Así que tras una sola visión suya; fue revocando lentamente, los hechos presenciados en compañía de su escritora persistente. Este ermitaño se iba ya hacia atrás. Entendía mal procedente su espacio. Después presintió cercana su confusa imaginación. De momento se hizo un solo milagro en su memoria; hasta cuando le fue preciso descifrar, estas lejanas reminiscencias.
Ahora se hacía al presente. Al instante, quiso levantarse del alto prado. Esquivó los frailejones que lo sorprendían vertiginosamente por ser tan grandes. Recogió hacia un acto rápido la ruana que se entendía algo fría. Así ya en un sólo segundo de esperanza; fue recomenzando su camino incansado. Lo procuró por entre la abundante nieve. Quiso sentir la ventisca arrasadora del norte inesperado. Allá se cubría nerviosamente con una mano del cierzo arrasador. Pero no cesaba su camino olvidado. Seguía sin su duda alguna hacia adelante. Quería llegar pronto al lugar. Esquivaba a cada nada unos arbustos de color ocre. Venía el invierno profusamente. Alternaba asimismo sus pisadas con esmerada paciencia. Daba ya sus pasos por entre los hielos del suelo reaparecido. Lo hizo así, sólo hasta cuando, hubo de tropezarse, junto al arroyo de encantos. Era igual de mencionado por ciertos brujos dorados. Ya por si fuera poco, todo lo demás, estaba recubierto de nieve alrededor del paisaje natural. Era una polvareda suave como de un azul profundo. Era así por el reflejo del más esclarecido, desde los muchos firmamentos, revestidos por los fantasmas sombríos, revolando en los aires.
Así pues que descubrió este arroyo en una gruta de terror. Luego se adentró allí. Avanzó por abajo de las estalactitas traslúcidas. Fue caminando con bastante cautela por entre las rocas. No estaba oscuro el lugar igualmente. Había algo de luz gracias a las orugas pesarosas de por allá. Después de un rato de travesía quiso detenerse a descansar. Presintió que era justo acabar la caminata. Al fin pues creyó en este ambiente del gran paraíso. Pasó esta belleza por sobre su memoria otra vez; porque pudo advertir sus extensiones vívidas, desde algún ayer lejano. Desde allí volvía otra vez un sólo sentimiento de alegría. Sucedió cuando descubrió los verdaderos orígenes del arroyo. Todo esto pasó en compañía de las pequeñas candilejas. Ellas nadaban por entre el agua resonante. Muchas de ellas salían del torrente renaciente. Eran similares a una luminaria vacilante. Luego parecían dejar un rastro de fuego con el agua. Eran además poco imaginadas para su cuerpo exótico. Ellas no se podían diferenciar bien. Podían desaparecer cuando había claros de estrellas en los cielos quebrados; esto pasaba tras cada anochecer; precisamente para esa ocasión de varios lados rompientes.
El ermitaño estaba sentado en una piedra blanquecina, por el momento. Quedó asombrado además cuando las candilejas danzaron por sobre el agua sosegada. Era un cuadro real maravilloso todo este ritual. Ellas giraban libremente. Ellas bailaban en una sola ceremonia de canto sosegado. El cantor, se entristecía mientras tanto por no haber sabido nunca antes de sus linduras. Se quedó de ojos abiertos. Sólo las siguió apreciando lentamente entre su inocencia tardía. Eran raros los instantes siguientes del ermitaño. Pues ya sentía un olor de selva en la atmósfera. Era originado por ellas. Esto desde luego embadurnaba de esperanza al soñador. Así que dichas preciosidades eran algo tiernas en su dulzura de grata cercanía. Además era claro el resto. No había tiempo que perder. El enamorado debía coger algunas de estas nadadoras. Tenía que fraguarlo para cautivar a su doncella lejana y de viejos amores naufragados.
Allí bien, armó la caña de palos y raras enredaderas. Al cabo de varios lanzamientos pues pudo agarrar unas seis candilejas seductoras. Lo hizo gracias a las orugas que eran el serafín de las brujitas. Fue un gran esfuerzo sacarlas. Al fin consiguió traerlas del fondo del riachuelo sin ningún temor. Afortunadamente nadie murió en esta proeza evolutiva. Sólo dejó quietas a las otras pequeñitas. Las dejó allá tranquilas, sin muchos aspavientos en sus sentimientos. Depositó enseguida las suyas en un coco grande que llevaba consigo. Hacia el otro momento, se fue de allí vertiginosamente. No quería hacerlo pero tenía que irse de una buena vez. Salía ya hacia el rio de las bellas ilusiones. Un rio de aguas puras como un espejo. Aguas mezcladas con la creación de los peces prehistóricos. Había igualmente unos seres algo impresionistas en los ríos. Eran unos seres como arañas nadadoras. Había además otros peces que parecían unas simples palomas de rio. Además iban en contra del cauce celestial. Por lo tanto el ermitaño quiso estar allí pronto. Ansiaba entrever ya este vívido cuadro de espíritus fraternos. Ese lugar era un sólo espejismo, donde los cangrejos de patas azules, caminaban por la arena y por entre las rocas prehistóricas. Era un hermoso paisaje donde los peces voladores iban nadando, junto a las olas, junto al aire silencioso. Más este enamorado debía irse. Hubo lejanamente un buen presentimiento en esta alma de retraimiento. Era irradiado, por la incandescente bajada de doncellas a las orillas del rio. Ya las sentía algo cerca de sí. Ya las sabía algo apegadas a su desnuda beldad. Eran una belleza exótica entre las tantas linduras. Todas ellas desnudas entre sus senos de rosas. Hermosas en sus rostros de diosas acuosas. Así que se fue con algo de ansiedad. Eso corrió hasta la morada de los ñuramones lanudos. Se aproximó a uno solamente. Era de pelajes clareados. El animal, estaba recostado por ahí entre los pinos. En seguida, pues el viajero se colgó de sus garras.
Ante esta petición sentida el ave alzó algún vuelo decantado. Lo hizo en compañía del viento arrasador. Así que ambos fueron cruzando tranquilamente cualquier bosque de pinos frondosos. Anduvieron por entre los bosques primaverales. Vieron además las ardillas invernales. De paso escucharon las bandadas de pájaros negros. Y la nieve al compás de un lento caer desde las peñas también se fue quedando atrás. Luego ambos se fueron alejando de esta región ártica. Estuvo congelado hasta cuando el ave cortó el aire a mayor velocidad. Aleteaba ya con mayor fuerza. Los cabellos hirsutos del ermitaño se despelucaron por su parte asombrosa. Asimismo su gran cuerpo parecía sacudido de un lado a otro escalofriante. Pero el enamorado se resistía de la misma inclemencia de la noche desnudada. No se soltaba por nada del mundo de las garras del animal. Además ya entendía algo de cerca el rio ondeante. Escuchaba la creciente estrepitosa entre lo bajo del rio. Así presentía su frescura durante aquella noche limpia; una noche decayendo, aún sin su luna esmaltada.
Para aquellas horas del progreso; ambos viajeros dieron por fin con las orillas del rio escarchado. Era por otra parte un rio arenoso. El ave se inclinó entonces un poco entre el viento del cielo rebajado. Comenzó ahora por descender lentamente. Recogió sus alas de coloraciones relucientes. Y así el ermitaño se fue sorprendiendo por la pequeñez que era su ser, desde su atraso intelectual. Sucedió cuando apareció esta fluyente adormecedora del agua. Rozó los aires enseguida y los pies peludos del otro animal. Eso ya sentía además algo acabado su trayecto de volador alocado. Extrañamente, fue todo lo contrario que la primera vez, cuyo andar, hubo de sentirlo muy fragoso por lo enmarañado de los senderos.
Ya cuando el ermitaño estuvo volando sobre algunos almendros florecidos; quiso dejarse caer del ave resueltamente. Se dejó ir hacia las ramas quebradizas. Atisbó el vacío recorriendo por sobre su vientre umbrío. Sintió pasar las hojas por sobre su piel arisca. Las hojas caían sobre sí en su rostro azabache. Al rato del tiempo hubo de caer su cuerpo en la hojarasca de los muchos árboles. Y aún era de noche en la eternidad. Había nomás un escaso murmullo de pájaros amarillos. Así que forzó todas sus facultades para levantarse. Recomenzó enseguida su otro camino hacia la orilla. Estaba algo de cerca el rio. Ya la podía ver atrás de las ramas; atrás de las rocas al fondo. Sin embargo hubo mucha lástima en su alma. Hubo gran angustia para el ermitaño. Esto se dio cuando hubo de tropezarse con una inesperada muerte de doncellas en el rio. Unas de ellas estaban desnudas. Estaban tiradas sobre la arena natural. Había otras nadadoras quienes flotaban en el agua sutilmente. Chorreaban además su sangre violeta por los senos y por las bocas reventadas. Unas sucumbían horriblemente soltando gritos de dolor en la medida que este sucio cuadro se hacía cada vez más precisado para la existencia del pobre ermitaño; quien no podía ya con estas verdades desabridas. Fue, porque vio caer sus almas similares al hoyo incesante.
Desde luego, hubo muchas heridas en la profundidad de sus sentimientos. Además adivinaba que había un misterio en su proceder confiado. Era que debía ir hacia ellas. Por tal motivo se aproximó en procura de una de las doncellas. Era una de las más bellas. La doncella se comprendía reclinada y boca bajo de la arena. Yacía junto a las piedras de la orilla inmaculada. Luego este enamorado delató su olor acabado en el cuerpo femenino. Ya para los otros actos; miró las cortadas que todas ella tenían en el dorso y el cuello. Desgraciadamente, supo que habían sido emboscadas sin ninguna misericordia. Fueron atravesadas con unas lanzas de metal. Fueron acabadas sin la menor espera posible. Al parecer una tribu primitiva de hombres cromañón, quiso destrozarlas brutalmente. Ellos merodeaban por esos lados hacia unos escasos días; pero por otra parte, estos hombres de mente retrógrada, aún eran poco conocidos para el ermitaño de la sierra. Él sólo los había visto armar pequeñas fogatas en sus cavernas. Había algunas veces cuando los veía cazar antílopes en la llanura escabrosa. Pensaba antes entre su ternura, que estos animales negros eran algo pacíficos. Así que ante esto descubrió la otra parte irracional. Eran ya muy cobardes y traidores; eran muy llenos de ansia por acabar con todo ser viviente.
El ermitaño levantó entonces sus rodillas de las piedras, donde estaba agachado. Se sacudió la arena mojada. Lanzó un grito de bestia al cielo. Ese eco asustó a las guacamayas de diversos colores. No importó su dolor para los otros seres terrenales. Enseguida recomenzó pues sus pasos en soledad hacia su lóbrega morada. No quería pensar si no en regresar pronto a su destino para cobrar así; alguna venganza aterradora, matar a toda esa plaga de una buena vez. Entonces se fue del río. Se adentró precipitadamente otra vez hacia la montaña de los deseos. En unos segundos atravesó la conocida quebrada oscura de los primates. Siguió expulsando su furia junto al sin sabor del llanto. El instinto de los monos que colgaban de algunas ramas; comprendían sin embargo su dolor, igual, no hacían nada por auxiliarlo; sólo se lo pasaban de un palo a otro chamizo, sin hacerle mucho bullicio a la noche.
A su paso él, dejó caer palos y hojas tropicales en la tierra café. Percibía ya el crujir de unas hormigas rojas mientras destruía sus pequeños caminos de vida. Las pisaba sin ningún temor por haberlas matado. Sentía odio por vez primera en su vida. Hacia este mal porque no había tiempo para esquivarlas con precaución intensiva. Estaba muy rabioso contra sus buenas intensiones. Expulsaba mucha rabia, frente a todo su ser viviente, atravesando y dañando la naturaleza de su camino incierto; por tanto sólo estuvo en pocas horas, justo al frente de la entrada de su choza de bambú.
Luego, fue arrimándose al sendero floreciente de la casucha decaída. Abrió la puerta de mimbre fuertemente. Casi la arranca de un solo golpe. Dio unos cuantos pasos más hacia adentro, tras su otro acto tremendo. Ya por desgracia cayó enseguida hacia lo profundo del único salón entendido en aquel hogar de sosiego. De allí, no se volvió a levantar si no hasta cuando hubo otro nunca jamás. Su caída, fue el resultado de variados lances sorpresivos, fraguados por distintos flecheros certeros. Las flechas fueron acertadas por tres hombres melenudos y cavernícolas. Ellos, lo estaban esperando algo de costado entre sus escondites sagaces. Finalmente, todo se difuminó bajo el espacio inhóspito.
Justo ahora en la otra eternidad moderna; Ariana, hubo de culminar su narrativa ancestral. Esta poetisa de ojos negros lo hizo fantásticamente. Entonces se relajó un poco en la silla de caoba donde estaba escribiendo. Estiró sus brazos un poco hacia los lados. Tomó una taza de café que había para su derecha revertida. Acercó a sus labios pintados de azul el pocillo. Sorbió lentamente el sabor endulzado de la bebida. Lo hacía en la medida que observaba la luna menguante de las afueras. Era una luna vista a través de la ventana; daba su luz, hacia el bosque de los eucaliptos y los ocobos bailantes.
Ella luego dejó la tasita vacía justo donde estaba antes. Supo después que debía salir a recorrer la frescura de la noche, dejarse ver otra vez a su mundo de ausencias, verse para la ocasión sin algún aullido de lobos albinos, algunos lobos haciendo estremecer la niebla intranquila. Ella quería saberse además con el murmullo de los búhos; junto a la brisa del parque de atrás de su estancia solitaria. De hecho se irguió de su escritorio poético. Dio unos pasos por entre la sala vespertina. Abrió la puerta de su recinto iluminado. Fue dejando entonces su encierro acabado por tantos días. Recorrió después los caminos profundos de su tierra colmada de esencias musicales. Anduvo junto a su voz melódica de la cual surgía, bajo una añoranza suavidad; algún verso perdido del poeta quien quiso morir de un solo disparo entregado al corazón. Evocó sus versos al vaivén de una lenta cadencia de labios cantores. Aquí ella sin embargo se iba sintiendo muy sublime al fondo de su espíritu; tras cada dolencia suya. Presentía algo así como un nocturno sinfín. Era clara esta soberana inspiración. Para esta última vez concibió otra poesía bajo una noche apaciguada del recuerdo persistente. Al mismo tiempo sintió una sensación sublime. Recorrió de pronto su piel candorosa. Luego, fue caminado hasta los adentros del bosque frondoso junto al vaivén de los arbustos de fresa, vistos cerca al rio de las ilusiones. Al rato develó toda una belleza renovada contra su figura idílica. Fue clarificada cuando hubo llegar al río de su exuberante esencia. Lo supo curiosamente como una parte espiritual de su vida. Sucedió apenas vio el reflejo de su cuerpo en las olas. Así que hacia el final, pasó por desnudarse, al sentirse una sola musa acuática. Enseguida se fue hacia las profundas aguas de la eternidad. Aún su larga cabellera recubría sus senos. Recorrió mientras tanto esa magna creciente de fluyente escarchada. Saltó pronto hacia la superficie y en su momento se hundió, lo hizo una y otra vez, hasta cuando por fin, superó la muerte del día en procura de su compasivo ermitaño, quien aún está lejano de su ansioso deseo, al corazón.
Rusvelt Nivia Castellanos
Cuentista de Colombia
(Texto extraído de su libro de cuentos)